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Defender la bailoterapia es defender la Coordinadora Democrática













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Por Domingo Alberto Rangel M.
















Soy fanático de los ejercicios físicos. Por años vengo evitando los estresantes efectos de la vida contemporánea acudiendo al método de frecuentar un gimnasio. Allí practicamos aerobics, taebo y bailoterapia y desde el día de mi  inscripción hasta esta fecha nunca conocí persona alguna que se sintiera avergonzada por causa de gastar energías brincando al ritmo de la música. Tal vez por ello soy comprensivo con quienes en la Coordinadora aderezaron las marchas con sesiones de bailoterapia.
No tengo nada contra esta práctica y recomendaría que los actos políticos incluyan momentos en los que la oposición permita la sana diversión de una asistencia, que, tal como van las cosas, mayoritariamente estará formada por gentes que carecen de empleo y que tienen el bolsillo vacío. Hasta allí nada que objetar. Objeté en cambio que las manifestaciones terminaran sin mensaje, salvo que los organizadores consideren que basta con el ¡Chávez, vete ya! Por eso confieso que no entiendo los ataques que le hacen a la Coordinadora por causa de las bailoterapias. No lo entiendo porque apartando que quienes ahora protestan eran los primeros que pescueceaban para encaramarse en las tarimas durante los meses de diciembre y enero como algunos periodistas y comentaristas de la tv-; aparte de eso, tales ciudadanos jamás reclamaron la falta de mensaje. El debate de las bailoterapias revela que no estamos preparados en la oposición para elegir el candidato único. A las bailoterapías se les debió añadir el condimento de las ideas y los programas, pero esas ideas y programas deben salir de un debate que no se ha  producido en el seno de la oposición: El debate que permita superar tanto al estatismo chavista, negador de las libertades y de las responsabilidades  individuales; como el también estatismo que llevó al fracaso a la cuarta república. Sin eso carece de sentido criticar las bailoterapias o elegir al candidato.
Equivale a vender el diván en el que a uno le montan los cachos.
















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